domingo, 5 de diciembre de 2010

¿Dios...?

Los ateos piensan que Dios no existe. Los agnósticos dicen que Dios no habla. Los creyentes creen que Dios no calla.
¿Por qué nos preguntamos necesariamente sobre Dios? José Ramón Ayllón nos da siete respuestas:

En primer lugar, porque nos gustaría descifrar el misterio de nuestro origen y saber quiénes somos. Dice Borges, en tres versos magníficos: Para mí soy un ansia y un arcano, / Una isla de magia y de temores, / Como lo son, tal vez, todos los hombres.

En segundo lugar, porque desconocemos el origen del Universo y porque su misma existencia escapa a cualquier explicación científica. Afirma Stephen Hawking que la ciencia, aunque algún día llegue a contestar todas nuestras preguntas, jamás podrá responder a la más importante: Por qué el Universo se ha tomado la molestia de existir.

En tercer lugar, porque el Universo es una gigantesca huella. De hecho, aunque está claro que Dios no entra por los ojos, tenemos de él la misma evidencia racional que nos permite ver detrás de una vasija al alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de un cuadro al pintor, detrás de una novela al escritor. El mundo -con sus luces, colores y volúmenes- no es problemático porque haya ciegos que no pueden verlo. El problema no es el mundo, sino la ceguera. Con Dios sucede algo parecido, y no es lógico dudar de su existencia porque algunos no le vean.

En cuarto lugar, nos preguntamos sobre Dios porque estamos hechos para el bien, como atestigua constantemente nuestra conciencia. En la tumba de Kant están escritas estas palabras suyas: «Dos cosas hay en el mundo que me llenan de admiración: el cielo estrellado fuera de mí y el orden moral dentro de mí».

En quinto lugar, porque estamos hechos para la justicia. El absurdo que supone, tantas veces, el triunfo insoportable de la injusticia está pidiendo un Juez Supremo que tenga la última palabra. Sócrates dijo que, «si la muerte acaba con todo, sería ventajoso para los malos».

En sexto lugar, porque advertimos que también estamos hechos para la belleza, para el amor, para la felicidad. Y al mismo tiempo comprobamos que nada de lo que nos rodea puede calmar esa sed. Pedro Salinas ha escrito que los besos y las caricias se equivocan siempre: no acaban donde dicen, no dan lo que prometen. Platón se atreve a decir, en una de sus intuiciones más geniales, que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido y que el amor provocado por la hermosura corporal es la llamada de otro mundo para despertarnos, desperezarnos y rescatarnos de la caverna donde vivimos.

En séptimo lugar, buscamos a Dios porque vemos morir a nuestros seres queridos y sabemos que nosotros también vamos a morir. Ante la muerte de su hijo Jorge, Ernesto Sábato escribía: «En este atardecer de 1998, continúo escuchando la música que él amaba, aguardando con infinita esperanza el momento de reencontrarnos en ese otro mundo, en ese mundo que quizá, quizá exista».

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